martes, 5 de febrero de 2008

Una reina por convicción


JUAN MANUEL MUÑOZ CIFUENTES


“La señorita Huila lleva un vestido confeccionado en chifón verde manzana, con incrustaciones en canutillos y escote palabra de honor”. Sin lugar a dudas, Adolfo estaba desde su casa en Neiva viendo por televisión el Concurso Nacional de belleza de Cartagena, pues desde que tuvo uso de razón le encantaron los reinados y soñaba con ganarse una corona.

Muy a menudo y mientras tomaba una ducha, él aprovechaba para jugar a ser reina. Envolvía su cuerpo con la toalla de forma que luciera como un fino vestido, se ponía los calzoncillos sobre la cabeza en forma de una corona y el cetro era el “churrusco” con el que se lavaba el inodoro. Ahí adentro no había público ni comitiva, y para compensar la falta de seguidores que le ovacionaran, mojaba la pared del cuarto de baño con suficientes gotas de agua, como estaba pintada de cal, daba la idea de que era una gran cantidad de espectadores a los que saludaba con su mano derecha y les enviaba muchos besos. Quería que fuera un episodio interminable y por eso tuvo que aguantar muchos regaños de su mamá por la tardanza en el baño.

El tiempo pasaba y el cuerpo de Adolfo empezaba a cubrirse de vellos, situación que le causaba gran felicidad pues pronto tendría la edad suficiente para hacer lo que desde niño había anhelado: reñir con su anatomía para encarnar el difícil papel de una mujer, pues asumir ese toque frágil y refinado propio de una dama puede significar una ardua labor para un hombre (sin importar su orientación sexual), más titánica aún cuando se trata de llegar a ser reina. Como muestra de amor por el “terruño”, él esperaba algún día poder representar al departamento del Huila en el Reinado Nacional de Belleza Gay. Era tan fuerte su deseo de hacerlo que ya había decidido que Maria Alejandra Buitrago Villarreal sería su nombre de transformista.

Con 17 años a cuestas y pensando que el mejor camino para llegar a ser reina era convertirse en estilista, resolvió irse para Bogotá en compañía de su novio Adrián, diez años mayor que él. Instalados en la gran ciudad ingresó a una academia para prepararse como peluquero, después de un tiempo y gracias a unos ahorros de su novio montó su propio salón de belleza.

Rodeado de nuevas amistades del mismo gremio, finalmente supo lo que era el arte del transformismo, sin embargo su metabolismo no le ayudaba en sus propósitos “reales”. De forma paulatina su cuerpo empezó a tornarse pesado y el exceso de carnes era muy notorio, especialmente por encima de la pretina de un pantalón “descaderado”. Aunque desde muy pequeño tenía claras sus intenciones de participar en un certamen de belleza, su desmedido gusto por la comida le jugó una mala pasada, no le bastaba con proporcionarse los tres platos diarios, sino que además repetía y, entre comida y comida se daba su espacio para saborear deliciosas y enormes merendadas. Fue así como un chico de contextura normal llegó a pesar ochenta y cinco kilogramos.

Después de dejarse llevar por sus instintos y con la ayuda de algo de práctica, al fin aprendió a comportarse como toda una dama; los ademanes, la voz, la forma de sentarse y el maquillaje, entre otras muchas características propias de las féminas hacían parte de su cotidianidad.
Con la plena certeza de estar preparado para inscribirse como la representante opita en el reinado de belleza y alentado por saber que sus colegas y amigos ya habían registrado sus nombres en la lista de candidatas a la corona, Adolfo se dirige hasta las oficinas del certamen para anotar su candidatura. Sin embargo después de contarles a los organizadores del reinado sus intenciones, una mala respuesta hizo que inevitablemente su entusiasmo se estrellara contra el muro de la superficialidad: sus medidas no encajaban en los estándares de belleza requeridos para tal evento, de modo que no le permitieron hacer su inscripción.

Desde aquel episodio han pasado casi dos años, suficiente tiempo para reprochar su contextura física y envidiar a todos los amigos que lograron convertirse en reinas por unos días. Por eso ya es normal ver a aquella dama de un metro con setenta y cuatro centímetros de estatura y ochenta y cinco kilos de peso, envuelta en un vestido brillante, con maquillaje exagerado, zapatos de plataforma e interpretando canciones de Ana Gabriel, Rocio Dúrcal o Amanda Miguel en las discotecas de “ambiente” del centro de Bogotá, desahogando así en cada nota musical su deseo frustrado de ser “la mujer” más bella de Colombia.

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